El diccionario dice que un lugar es muchas cosas: una posición, punto o área específica en el espacio; una ubicación; o una porción de espacio designada o disponible para alguien, entre otras definiciones. Pero lo que no menciona es que un lugar también puede ser un momento, una persona, un olor, un sonido, una acción. No es solo un sustantivo que señala un rincón del mundo, sino un estado del ser.
También dice que seguro es aquello que no está en peligro ni es probable que sufra daño; o que no es peligroso ni puede causar daño; o (un lugar) donde algo no corre riesgo de perderse o ser robado. Una vez más, se queda corto.
Entonces, ¿qué sucede con el concepto de lugar seguro? Mi lugar seguro son los segundos, minutos u horas en los que sé que puedo desmoronarme o dejarme ir, sin control, sin límites. Sin restricciones, sin vergüenza, sin pensar. Es el momento en que entiendo que necesito dejar que todo fluya a través de mi cuerpo, mi mente, mi alma. Es el olor que acompaña el aire que respiro y llena no solo mis pulmones, sino también mi cabeza, creando un recuerdo que va a quedar para siempre grabado en mí. Es la melodía y las palabras que flotan alrededor e incendian la ira y la calma, el frío y el fuego. Es el dolor viajando hasta lo más profundo de mí: del pellizcón a los nervios, del golpe a los músculos, del chasquido a la piel, de la presión a la carne, transformándose en placer. Es el calor —o el frío— de la ducha relajando mi cuerpo. Es la persona que sabe y respeta, que observa y de verdad ve, que actúa con justicia, que regala, que da, que entiende.
Mi lugar seguro no es un lugar, sino el instante de tiempo, el momento, la metamorfosis… y vos. Es el primer paso que doy para reconstruirme.