Todos los días confiamos ciegamente en un montón de cosas. Confiamos que la fuerza de gravedad va a mantener nuestros pies en el suelo, que las ruedas del auto van a estar infladas, que el colectivo va a pasar a horario, que en la verdulería va a haber huevos. No nos detemos a pensar si nuestro compañero de trabajo está enfero, o si la en la librería se agotó el título que estamos buscando. Sin embargo, al mismo tiempo, se nos hace difícil confiar en las personas, el altruismo, el tiempo, o nuestros sentimientos, por mencionar algunas cosas.
Un par de semanas atrás, encontré un post con una imagen que decía “Confío en el dolor”. Y me golpeó como una hola. Pensé “Si, confío en el dolor” y ni siquiera lo había pensado de esa manera. Confío en el dolor, por lo que escribí algo al respecto…
Confío en el estímulo dañino,
en la reacción de los receptores,
la señal eléctrica
corriendo por mis nervios
desde mi piel hasta mi cerebro.
Confío en esta conexión
con el mundo
que me hace sentir viva
y enciende las sinapsis de mis neuronas.
Confío en la certeza de mis reflejos,
la fuerza para resistirlos,
y el placer que me proporciona.
Confío en el latir de mi corazón,
bombeando sangre de manera desigual,
el enrojecimiento de mi piel
y la humedad entre mis piernas.
Confío en el dolor.